El lawfare —o guerra jurídica— se ha consolidado como el mecanismo predilecto para derrocar proyectos políticos en América Latina sin tanques ni balas. La condena a Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, ratificada por la Corte Suprema ofrece un manual actualizado sobre cómo se ejecuta este golpe blando.
Ocho días después de anunciar su candidatura, se generó el fallo contra Cristina.
El 10 de junio de 2025, la Corte Suprema de Argentina confirmó la condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, acusada de corrupción en el caso Vialidad. Más allá de los titulares jurídicos o partidistas, el hecho marca un nuevo episodio en una estrategia regional que ha cobrado fuerza en las últimas dos décadas: el lawfare o guerra jurídica.
El lawfare no es una metáfora. Es una forma concreta de lucha política que utiliza los instrumentos del sistema judicial como armas de guerra no convencional. Como lo describe el analista brasileño Rafael Valim, se trata de “la instrumentalización del Derecho para fines de persecución política, desestabilización de gobiernos y criminalización de liderazgos populares”. En esta guerra sin tanques ni fusiles, los tribunales reemplazan a los cuarteles, y las sentencias ocupan el lugar de los golpes militares.
El poder judicial como herramienta política
El caso de Cristina Fernández de Kirchner es notorio. A pesar de no haberse beneficiado económicamente de manera directa, y sin pruebas concluyentes de su participación en un esquema de corrupción personal, fue condenada por “administración fraudulenta en perjuicio del Estado”. La sentencia se inscribe en un patrón ya conocido en América Latina. Perseguir a líderes contrahegemónicos o progresistas mediante juicios altamente mediatizados, sin garantías procesales plenas y con objetivos políticos evidentes.
La condena de Cristina debe leerse en clave política. Es una dirigente que, tras dejar la presidencia en 2015, volvió como vicepresidenta en 2019. Aún con Milei en la presidencia, conserva una base electoral sólida. Su defenestración política a través de una sentencia judicial recuerda a lo ocurrido con Lula da Silva en Brasil, quien fue encarcelado en 2018 por presunta corrupción en el marco del caso Lava Jato. Años después, el Supremo Tribunal Federal anuló su condena por violaciones al debido proceso. Pero para entonces, Lula ya había sido excluido de la contienda presidencial de ese año, allanando el camino para la victoria de Jair Bolsonaro.
El patrón se repite: golpes blandos en la región
El caso argentino no es aislado. En Perú, el presidente Pedro Castillo fue destituido y encarcelado en 2022 luego de que el Congreso lo acusara de “incapacidad moral”, una figura ambigua que ha sido usada arbitrariamente. Antes, en Bolivia, Evo Morales fue forzado al exilio en 2019 tras denuncias infundadas de fraude electoral —luego desmentidas por organismos independientes— y una presión militar que facilitó su derrocamiento. En México, Andrés Manuel López Obrador fue blanco en 2005 de un intento de desafuero que buscaba impedirle competir por la presidencia. Con la excusa de una supuesta violación a un amparo judicial, se le acusaba de intentar abrir una calle, para comunicar un hospital, cuestión que este amparo de manera abusiva, le “prohibía” . La maniobra fracasó gracias a la presión popular.
Estos casos comparten rasgos comunes:
- Medios de comunicación alineados (o alienados) que generan un ambiente de condena social previa.
- Jueces y fiscalescorruptos, frecuentemente formados en entornos adversos a los proyectos populares.
- Procesos judiciales exprés, sin garantías suficientes y en medio de contextos electorales.
- Inhabilitación electoral como objetivo, más que la búsqueda de justicia.
El lawfare reemplaza la violencia directa por la violencia simbólica. No busca generar mártires, sino minar la credibilidad de líderes carismáticos, eliminar su participación política y disciplinar a futuras generaciones de dirigentes. Su éxito no radica únicamente en encarcelar o condenar, sino en instalar la sospecha, erosionar liderazgos y dividir fuerzas populares.
¿Golpes blandos o diferentes formas de violencia?
A diferencia de los golpes militares del siglo XX, el lawfare pretende mantener una fachada de legalidad. Se presenta como la defensa del Estado de Derecho, cuando en realidad es su perversión. En nombre de la justicia, se violan garantías elementales: presunción de inocencia, derecho a la defensa, imparcialidad judicial.
Pero sus consecuencias son igual de graves: ruptura del orden democrático, concentración del poder económico y mediático, y debilitamiento del voto popular e incluso violencia física como herramienta de disputa.
Un fenómeno global con epicentro en el Sur
Aunque tiene expresiones en el Norte Global, el lawfare ha encontrado en América Latina un terreno fértil por su historia de polarización, fragilidad institucional y elites judiciales conservadoras. Lo que se juega no es el destino de un líder, sino la viabilidad de proyectos que enfrentan al poder económico y promueven redistribución de riqueza, soberanía o derechos sociales.
Cristina Kirchner no es la única. Pero hoy, como ayer con Lula, Evo, Castillo o AMLO, el lawfare amenaza con escribir una nueva página de exclusión democrática, disfrazada de imparcialidad judicial. Ante esto, el periodismo, la academia y los movimientos sociales tienen la tarea urgente de desenmascarar esta guerra silenciosa. Porque si el Derecho se vuelve arma, la democracia deja de ser escudo. O si recordamos a Boaventura de Sousa Santos, “La justicia, cuando se subordina a los intereses del poder económico y mediático, deja de ser justicia y se convierte en ideología disfrazada de neutralidad”.
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